Una porción considerable del esfuerzo científico del Siglo XIX se dedicó a establecer las diferencias entre las razas humanas y fabricar evidencias orientadas a "demostrar" la superioridad de unas sobre otras. Los frutos de este trabajo fueron el racismo científico y la eugenesia, las infames teorías pseudo-científicas que empleó el nazismo como justificación para sus deleznables actos de genocidio.
El racismo científico y la eugenesia aparecieron en una época en la que la ciencia real estaba naciendo y no existían grandes diferencias entre lo que hoy llamamos ciencia y lo que hoy consideramos "ciencias falsas" o pseudociencias. En estos tiempos también apareció la homeopatía, la frenología y otras muchas aberraciones intelectuales que, en la actualidad, sobreviven gracias al engaño, los prejuicios y la superstición.
El avance de la genética ha demostrado, más allá de cualquier duda razonable, que no hay nada de cierto en el racismo científico ni la eugenesia. Avanzando un poco más, en la actualidad es muy dudoso que el propio concepto de raza tenga sentido alguno. Las características étnicas distintivas, como el color de la piel, son el resultado de adaptaciones específicas al entorno y agregaciones más o menos caprichosas de genes.
El proyecto Genoma ha encontrado que la definición de "humano" se encuentra codificada en un conjunto característico de genes que compartimos al 99,7 % con los chimpancés y al 50% con las moscas.
Las características genéticas que tradicionalmente hemos atribuido a las razas se condensan en una fracción insignificante de genes que influyen en aspectos relevantes para la supervivencia en determinadas áreas geográficas, como la cantidad natural de melanina que produce nuestra piel o la coloración del cristalino. La mayor parte de los rasgos asociados al concepto de raza son, por otra parte, puramente aleatorios.
A los humanos se nos da muy bien inventarnos razas. Es, por ejemplo, lo que hemos hecho con los perros. Tras domesticar a los lobos empezamos a cruzarles entre ellos favoreciendo, por azar y selección artificial, que se potenciaran diversos rasgos característicos. Así, creamos los caniches, los terrier, los dogos y cientos de razas diferentes. A pesar de sus diferencias aparentes, todas las razas de perros son esencialmente idénticas desde un punto de vista genético. Tan solo un puñado minúsculo de genes recesivos determina las diferencias entre chihuahuas y san bernardos.
Para lograr separar y aislar los componentes genéticos de cada raza canina se necesitan decenas de generaciones y cruces entre individuos familiarmente próximos (hermanos o primos). Por el contrario, para diluir una raza basta con realizar cruces durante dos o tres generaciones con perros de otras razas. El resultado será la obtención de perros callejeros estándar, que paradójicamente suelen ser los más inteligentes y preparados para la supervivencia.
Con los humanos sucede exactamente lo mismo. Las aparentes diferencias étnicas que hemos cultivado tras milenios de aislamiento geográfico se diluyen con rapidez cuando las razas se mezclan.
Las razas no existen. Una raza es un subconjunto insignificante de genes recesivos que ponen de manifiesto que un grupo más o menos numeroso de personas lleva decenas de generaciones apareándose entre ellos, muchas veces por necesidad y, desde la aparición del racismo, por capricho.
Las razas son una invención y una estafa. Con el conocimiento proporcionado por el proyecto Genoma, hoy es posible afirmar que lo único que hay detrás de todos aquellos que apelan al concepto de raza para proponer o justificar políticas xenófobas, segregacionistas o discriminatorias es el racismo y la ignorancia.